Articulo publicado en el diario La Opinión de Zamora.
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CELEDONIO PÉREZ
¿Se heredan las aficiones? ¿Se transmiten las obsesiones? ¿El carácter fluye por el cordón umbilical y se prende en el neonato? Escuelas hay para todos los gustos, filosofías para sostener mil posiciones, mil teorías, mil realidades. Diego Luna Blanco no sabe por qué vive obsesionado con el mundo de los toros, por qué la afición se ha enquistado en su interior, llenándolo todo, extendiendo esta obsesión como un película de aceite, haciendo de ella su razón de ser. Solo sabe que por las noches sueña con ese toro pastueño, que siembra flores por la plaza, con embestidas de avión, que trenza triunfos mareantes como si fueran juncos del Valderaduey en las tardes del ventoso abril.
La culpa de su locura la tiene su padre. O su abuelo. O las corridas de San Isidro comentadas por Manolo Molés e ilustradas por el maestro «Antoñete». Ahí tiene el recuerdo, en carne viva, que va y viene sin parar, fijando detalles que se agolpan en sus mientes y que se escapan de toda lógica, de cualquier continente. El bar del pueblo, seguramente el de la hermana del gran Andrés, era el coso, la barrera bajo la que esconderse de las embestidas de los «vitorinos». «Estos toros tienen mala leche», oía decir a los mayores. Pero él sólo veía al torero, al Cid, a Esplá, a quien fuera, bregando con la fiera, robando su embestida, ganándose el aplauso del respetable.
El más reluciente, claro, Ponce, su Ponce. Se quedaba clavado en su figura cuando se perpetuaba en un pase eterno, largo como un camino en el desierto. «Estos toros son una peladilla», decía su padre, y él nunca entendió la metáfora. Cuando un día lo preguntó alguien le dijo: «Niño, tú a lo tuyo, las palabras y los toros son cosas de mayores». Y de él, también de él, que ya entonces lo sabía. No pararía hasta llegar a Las Ventas.
Todavía niño, tenía que conformarse con un vaso de leche o un refresco, que la cerveza era también para los mayores. Tiene grabadas en la memoria varias cogidas. Primero llegaba el nerviosismo de los arremolinados en el bar villalpandino. «Lo va a coger», decía el enterado. «Se le ha colado por el pitón izquierdo y repite. Lo va a coger». Y a veces ocurría. El burel se llevaba por delante al torero, que caía desarmado, como un guiñapo a la arena. Cuando se levantaba, todos miraban el traje de luces. «Mira, mira tiene sangre, ahí en el muslo», insistía el enterado. Pero el torero se miraba de refilón, se atusaba, cogía la muleta y se iba hacia el toro. «Qué cojones, pero qué cojones tiene este chaval».
El valor esa es la clave para ser torero. Él sabe que lo tiene. ¿Miedo? Pues claro, ¿y quién no lo tiene? «Este oficio es así, duro, hay sangre. Choca en estos tiempos, donde lo que se ansía es la comodidad. Hasta pensar en el futuro inquieta, pero lo taurino mama en otras fuentes, tiene otros conceptos y hay que asumirlos. ¿Miedo? Sí. Un animal pasándote por la cintura, con una potencia impresionante. Los pitones que van y vienen, uf; pero la gloria, el triunfo lo seca todo».
Diego Luna rezuma vitalidad. Tiene lo básico: planta de torero y unas ganas enormes de vivir. Se ve en sus ojos, donde cabe, pintada de azul purísima, toda la estepa castellana. Tiene otra cosa a su favor para triunfar, que es el ojito derecho de Andrés Vázquez. Que el maestro alabe la compostura y las maneras de un joven, no es fácil, tiene mérito y es una medalla añadida, a la que hay que sacar brillo.
Aunque autodidacta, nunca ha despreciado el academicismo. De hecho estuvo un par de años formándose en la escuela taurina de Salamanca. ¿Ahora? La crisis se ha enquistado en todos los rincones y también en la rendija de la enseñanza taurina y hay que reducir gastos, y hay que reducir alumnos.
Tentaderos y capeas son, para él, el aula abierta a la naturaleza. Con la res en su ámbito, pendiente de guardar su espacio, hay que inventarse la lidia cada tarde, dejarle los huecos imprescindibles para que respire y para posibilitar el encuentro sin violencia, para dejar que el arte fluya por la gatera de la técnica.
Es consciente de que el mundo de los toros está amenazado, de que hay muchos intereses cruzados y de que el movimiento antitaurino catalán no está solo. «Mi folosofía es el respeto y eso pido también para quienes amamos la fiesta nacional. Prohibir siempre es injusto. Hay que dejar que el tiempo marque tendencias. Los festejos taurinos se alimentan de afición. Si la afición muere, no habrá espectáculos. Pero vamos a dejar que sea la gente quien decida lo que quiere hacer».
Pero la fiesta nacional también tiene enemigos dentro que van oxidando sus engranajes, que cierran sus respiraderos, taponándolos con montones de intereses. «Quiero ser torero y para este objetivo me estoy preparando y voy a luchar. Pero, desde luego, no estoy dispuesto a pagar por torear. Me niego. Bastante me está ayudando la familia, como para pedirle aún más. Creo que ese no es camino».
¿Qué va a ocurrir esta temporada? Pretende torear todo lo que pueda, curtirse, entrar en el cartel del festival de Zamora, lidiar, lidiar, lidiar, bendita obsesión. Todavía no ha olvidado las sensaciones del verano pasado. Cuatro orejas y dos rabos, eso es empezar bien. Benavente y Villalpando, dos plazas de postín se rindieron a sus ayudados por alto (homenaje al maestro Ponce), su derechazos cargando la suerte, sus naturales de cartel...
Zamora, la afición taurina de Zamora necesita un torero al que agarrarse, al que esgrimir en tiempos caninos. Diego Luna tiene un cuerpo juncal en el que se adivinan un puñado de mimbres que hay que domeñar para tejer el cesto del triunfo. Ahora vive la etapa del silencio, la del trabajo al límite. Ahí está, levantando faenas inolvidables, mullendo ilusiones, amasando sueños. La hormiga iluminada que trabaja y trabaja, siempre pensando en el mañana, en levantar un imperio de un gesto.